Benedicto XVI
«Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino».
Tenía 86 años y había adoptado el nombre de Benedicto XVI ocho años antes.
Fue la primera renuncia de un Papa desde la Edad Media. Gregorio XII lo había hecho en 1415, 600 años atrás.
¿Fueron los escándalos de pederastia que marcaron su tiempo en el Vaticano? ¿La existencia de un «lobby gay» en el interior de la Iglesia del que habló en el libro-entrevista con el escritor alemán Peter Seewald en 2016? ¿Sus esfuerzos por reformar el Banco Vaticano para combatir el blanqueo de dinero? ¿O una combinación de todos estos factores?
En la Historia quedará constancia de que fue uno de los teólogos más sobresalientes de su generación, con una visión del cristianismo que inició en el liberalismo en su juventud y luego se tornó hacia un conservadurismo duro.
Edward Stourton, un experto del catolicismo de la BBC, lo describió como «un conservador en el sentido más profundo de la palabra, alguien que cree que la tradición refleja verdades importantes y debe ser respetada».
En su época al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, algunos de los sobrenombres con que lo apodaron reflejan su férreo compromiso con la ortodoxia: se lo conocía como el «rottweiler de Dios» o el «cardenal Panzer».
Cuando renunció a su papado, L’Osservatore Romano -el diario del Vaticano- lo despidió como un «pastor rodeado de lobos».
Primeros años
Joseph Aloisius Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl, una villa del sureste de Alemania cercana a la frontera con Austria.
Aquellos eran tiempos difíciles para los alemanes, que intentaban levantarse después de la Primera Guerra Mundial.
«Nuestra vida en Marktl fue dura, era una época con altos niveles de desempleo. La reconstrucción que Alemania debió hacer después de la guerra fue una gran carga para su economía. Los conflictos entre los partidos políticos hicieron que el pueblo se enfrentara», escribió Ratzinger en una autobiografía titulada «Mi vida».
Creció en el seno de una familia profundamente católica, conformada por su padre, Joseph Ratzinger, un agente de policía, su madre Maria Rieger, ama de casa, y sus hermanos Georg y Maria.
Es por ello que desde niño siempre estuvo relacionado con la parroquia local y las fiestas cristianas. «Siempre di gracias de que mi vida estuviera ligada a la celebración de la Pascua», decía.
Sus vecinos en Aschau -donde Ratzinger dijo que vivió muy feliz- decían que eran una familia común, con niños muy simpáticos y atentos.
«Ellos fueron una parábola viviente para nosotros. Heredamos esta forma de vida de nuestros padres, y la vida parroquial de nuestro pueblo nos hizo entender que esto era lo único posible», decía su hermano Georg.
Los tiempos de aquella Alemania, sin embargo, los pusieron a prueba. Adolf Hitler asumió el poder y su padre, siendo un policía, estaba obligado a colaborar con el nazismo.
Para evitar esto, la familia se mudó a Traunstein en 1937.
Pero eso no libró al joven Ratzinger, de 16 años, de pertenecer obligatoriamente entre 1943 y 1944 al Hitlerjugend, las famosas «juventudes hitlerianas» del Partido Nacionalsocialista.
De hecho, Ratzinger fue capturado en combate en 1945, al final de la guerra.
Un joven muy reservado
La experiencia de la guerra no apartó a Ratzinger de la Iglesia, aunque vio interrumpidos sus estudios de teología en el seminario St. Michael, en Warzburgo, durante algunos meses.
«Puede parecer extraño, pero la oscuridad de ese período de la Historia, y la guerra, no oscurecieron la luz interna en mí, gracias al poder del conocimiento. Las clases de latín y de griego me llenaban de alegría. Fue el momento en el que descubrí la literatura y leí a Goethe con tanto placer», recordaba Ratzinger en sus memorias.
Era un joven reservado. Eso sí, muy inteligente, pero amante de la vida silenciosa, un carácter que preservaría el resto de su vida.
«Durante esos años, la vida en el internado era feliz, como solo puede ser en la niñez. Pude acostumbrarme a las normas del seminario e incluso sentí placer en sentirme como los demás. Para poder hacerlo, debí abandonar mi estilo de vida solitario y establecer contacto con los otros jóvenes».
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