miércoles, 9 de octubre de 2024

No es lo mismo oír que escuchar


Hay una verdad que he de tener muy en cuenta y es que no es lo mismo oír que escuchar. El Diccionario de la Real Academia dice que oír es “percibir sonidos” y escuchar es “prestar atención a lo que se oye”.

Para oír no hacen faltas muchas cosas; sólo tener capacidad auditiva, sólo sentir los sonidos. Muchas veces oígo sin querer. 

Para oír no hace falta poner voluntad ni interés alguno, solamente se necesita que se emitan sonidos y se puedan percibir, basta con tener la actitud que nos dice el refrán: “por un oído me entra y por otro me sale”. 

Puedo estar oyendo a una persona, pero, a su vez, no poner interés alguno en escucharle. Qué difícil se nos hace a todos escucha a Dios y a los demás

Hablar es muy fácil, escuchar es muy difícil. El problema no es oir, sino escuchar.

Escuchar no es simplemente oír o estar callados. Escuchar es: Ir más allá del simplemente oír. Es poner el corazón en aquello que oímos. 

Esforzarme por ponerme en sintonía con lo que el otro me quiere comunicar para entenderle tal cual él quiere que le entienda.

Estar abiertos al mensaje que el otro me ofrece, asimilarlo y hacerlo mío.

No es fácil escuchar. Escuchar y escuchar bien puede conllevar un riesgo y puede que me remueva el piso de mis seguridades. Una buena escucha puede hasta hacerme cambiar el rumbo de mi vida. 

Pero, la verdad es, que sólo quien escucha con humildad y sin temor alguno al otro, es capaz de cambiar y de convivir.

Jesús se mantuvo en actitud permanente de escucha con su Padre Dios y con los pobres de este mundo: 

Escuchó siempre a su Padre Dios y, por ello, fue capaz de decirle también siempre: “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc.22,42).

Escuchó siempre el grito de los pobres y, por ello, “curó a muchos” (Mc.1,32-34). 

Escuchó el grito del leproso y éste “quedó limpio” (Mt.8,1-3). 

Escuchó el grito de Jairo y su hija “se levantó”, volvió a la vida (Mc.5,21-23.35-42).

Escuchó a los discípulos en medio de la tempestad y les vino “la bonanza” (Mt.8,23-26). 

Escuchó el llanto de la pecadora y le devolvió “la paz” (Lc.7,36-50). 

Escuchó el grito de la gente que tenía hambre y les dio de comer hasta “sobrar” (Jn.6,1-14).

Escuchamos la voz del Padre que nos dice presentándonos a Jesús: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). El Padre no nos dice solamente que oigamos a su Hijo, sino que le “escuchemos”. 

A Jesús le oyó mucha gente, pero pocos le escuchaban. Por eso él mismo decía: “Teniendo oídos no oyen” (Mc. 8,18).

Muchas veces oigo la Palabra de Dios; pero no la escucho: No hago mía su palabra ni la asimilo. No me pongo en sintonía con su Palabra. No dejo que penetre en mi corazón porque no quiero que me cambie.

Jesús sigue hablándome; pero no hago lo que el Padre Dios quiere: “Escucharle”.

Necesito orar mucho y con toda sinceridad con aquella oración que hizo Samuel a Dios: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. (1Sam.3,9).

Lee, medita y comparte 

P. Óscar

No hay comentarios:

Publicar un comentario