Con lágrimas desbordando sus ojos y una sencilla mochila al hombro, Sor Geneviève Jeanningros, una humilde religiosa de 82 años, cruzó discretamente las puertas de la Basílica de San Pedro para despedirse de su gran amigo: el Papa Francisco.
Durante 57 años vivió en Roma, dedicando su vida a quienes más lo necesitaban, caminando al lado de los olvidados, de los que viven en las periferias.
En ese andar silencioso, nació una amistad profunda con Jorge Mario Bergoglio. Se encontraban, compartían sueños, imaginaban una Iglesia más humana, cercana y compasiva. No era parte del protocolo, pero su sola presencia hablaba más fuerte que cualquier ceremonia.
No estaba en las listas oficiales. Nadie la había invitado. Pero ella llegó. Porque el amor verdadero no necesita permisos ni invitaciones .
Sor Geneviève, que recorre las calles sembrando esperanza, fue ese día el reflejo más puro de lo que Francisco siempre soñó: una Iglesia de puertas abiertas, de abrazos sinceros, de amor que sana y transforma.
Ella no sólo lloró a un Papa. Lloró a un amigo, a un hermano del alma, a un compañero incansable en la misión de servir a los demás desde la sencillez y la ternura 🤍.
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