Se cuenta que durante una recepción en la residencia del embajador británico en Pekín el ministro de Asuntos Exteriores chino expresó una gran admiración por la hembra de spaniel del embajador. Estaba embarazada y el embajador inglés le dice al ministro chino que se sentiría muy honrado si aceptara uno o dos cachorros como regalo. Cuatro meses más tarde dos juguetones cachorrillos llegan a la residencia del ministro. Semanas más tarde ambos hombre vuelven a coincidir en un acto oficial.
Tabúes alimenticios: porqué los musulmanes no comen cerdo ni nosotros perro
Los norteamericanos no comen carne de caballo, los nórdicos no soportan los calamares en su tinta, nosotros no comemos perro y los judíos no prueban el cerdo. ¿De dónde vienen todos
Se cuenta que durante una recepción en la residencia del embajador británico en Pekín el ministro de Asuntos Exteriores chino expresó una gran admiración por la hembra de spaniel del embajador. Estaba embarazada y el embajador inglés le dice al ministro chino que se sentiría muy honrado si aceptara uno o dos cachorros como regalo. Cuatro meses más tarde dos juguetones cachorrillos llegan a la residencia del ministro. Semanas más tarde ambos hombre vuelven a coincidir en un acto oficial.
- Estaban deliciosos, contestó el ministro.
A muchos de nosotros, y sobre todo a los amantes de los perros, les puede parecer repugnante comerse un perro. La razón, apunta el antropólogo Marvin Harris, no se encuentra en que sea nuestra mascota favorita, sino porque al ser carnívoros constituyen una fuente de carne ineficaz; los occidentales disponemos de toda una variedad de fuentes alternativas de alimentos de origen animal y los perros presta, numerosos servicios que tienen muchísimo más valor que su carne. Sin embargo, en culturas como la china, donde las fuentes de alimento animal no son muy variadas, el servicio de los perros no compensa el que hacen cuando se sirven cocinados junto a un tazón de arroz. Y según un restaurante pekinés, debe ser un plato exquisito: empleaba en la elaboración de sus platos del orden de 30 perros diarios
En la Polinesia, y antes de la llegada de los europeos, los tahitianos, los hawaianos y los maoríes de Nueva Zelanda poseían perros que prácticamente acababan formando parte de la gastronomía típica de las islas. Los polinesios alojaban a algunos de sus perros en cabañas rodeadas de una cerca o bajo un árbol. A la mayor parte de ellos se les dejaba buscar su sustento entre los desperdicios mientras que unos pocos afortunados eran cebados con verduras y sobras de pescado. Incluso se les alimentaba a la fuerza sujetándolos boca arriba.
Delicatessen perruna
Estos perros alimentados con verduras eran para los polinesios una delicatessen, como para nosotros puede ser el cerdo alimentado sólo con bellota. La matanza del perro era muy parecida a la del cerdo en nuestros pueblos. Lo ataban por el hocico y lo estrangulaban con las manos o con un palo. Después lo destripaban, lo socarraban para quitarle el pelo, lo untaban con su sangre y lo metían en el horno. Eran tan buenos que las gentes de las islas debían compartirlo con sus dioses y los hawaianos pagaban sueldos, rentas e impuestos con canes. Y para los jefes maoríes, los mantos de piel canina eran los bienes hereditarios más preciados.
En circunstancias normales sólo los sacerdotes y nobles hawaianos y haitianos podían comer perro. Ni las mujeres ni los niños podían hacerlo, aunque los plebeyos tahitianos, tras un sacrificio, llevaban las sobras a su familia en secreto. Ahora bien, si una mujer maorí estaba embarazada y su antojo era carne de perro, el marido estaba en la obligación de proporcionársela.
Prohibido comer cerdo
La misma cara de horror pondrían los judíos si les colocamos ante un plato de jamón, una mariscada o, simplemente, un entrecot al roquefort. En el caso anterior nos parece horrible comernos a un perro porque nadie se come a su mascota –de igual modo, para los norteamericanos es impensable comer carne de caballo-. Pero en este caso la razón es religiosa. ¿Pero de dónde viene?
Esa ley divina contra el cerdo resulta sorprendente si tenemos en cuenta, como dice la sabiduría popular, que de tan porcino animal se aprovecha todo. Sin embargo, durante miles de años los rabinos han proporcionado las más variopintas justificaciones a las leyes alimentarias, a cada cual más ingeniosa. Por ejemplo, Aristea, en el siglo I a.C., decía que “las leyes dietéticas son éticas en su propósito, ya que abstenerse de comer sangre domina el instinto que lleva al hombre a la violencia… el mandamiento de no consumir aves de presa estaba destinado a demostrar que el hombre no debe atacar a otros hombres”. Curiosamente, muchos vegetarianos de hoy en día argumentan lo mismo.
Isaac Ben Moses Arama decía que “la razón que se halla detrás de todas las prohibiciones dietéticas no es que se pueda causar algún daño al cuerpo, sino que estos alimentos mancillan y contaminan el alma y turban las facultades intelectuales”. Maimónides escribió que “la razón por la cual la Ley prohíbe la carne de cerdo se halla tanto en los hábitos como aquello que come el animal, que son cosas muy sucias y repugnantes”. Incluso muchos judíos de hoy en día piensan que se promulgaron como medida de salud pública para prevenir la triquinosis.
¿Mandato divino o prevención de enfermedades?
Pero como señala el antropólogo Marvin Harris en su excelente libro Bueno para comer, bastaba con que la Ley previniera en contra de una cocción insuficiente de la carne. Además, la carne de vacuno más cocinada transmite con frecuencia la tenia y tanto éste como el ovino y el caprino transmiten la brucelosis y el ántrax. Para Harris esta prohibición entronca más bien en que judíos y musulmanes son tribus de desierto y los cerdos son animales de bosque. En un entorno de escasez de frutos secos, verduras y frutas sería de locos alimentar a un animal con lo que es tu propia comida: mejor apañarse con cabras y ovejas que subsisten con las pocas plantas que pueden encontrar en el desierto. Claro que esta hipótesis de Harris no lo explica todo: en las tórridas arenas de Judea y Palestina difícilmente se puede poner uno a pescar ostras y mejillones, que también está prohibidos.
Por su parte, el psicólogo Steven Pinker es un poco más cínico. Su punto de vista parte de la observación obvia de que los tabúes alimentarios son marcadores étnicos. De ahí se sigue que si no puedo comer con alguien, entonces no puedo ser su amigo. Es más, teniendo en cuenta que si eliminas un alimento de la dieta éste puede llegar a convertirse en repugnante, el grupo se protege de posibles desertores. “¿A dónde voy a ir si los de al lado comen cosas tan asquerosas como saltamontes y hormigas?”. Convertir la ausencia en aversión disuade al más pintado a intimar con el enemigo. Romeo y Julieta no se habrían enamorado si los hábitos alimenticios de Montesco y Capulettos hubieran sido totalmente diferentes…
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