Lo difícil no es seguir adelante. Lo que me atormenta es no hacerlo como quisiera.
En una cultura orientada al movimiento y la destreza, a la belleza física y los logros públicos, mucho más probable que ver una vida larga como una puerta de entrada al florecimiento del espíritu, al crecimiento del alma, es entenderla como la llegada de una tierra árida.
Necesito repensar de nuevo sobre las bellezas de los años, sobre la libertad y el esplendor que comporta.
Cada día tengo la oportunidad de llevar una vida nueva interior. Puedo aprender a dar una oportunidad a mis anhelos, mis sueños, mis realizaciones, nuevos desafíos humanos y espirituales.
Cada día ha de ser una bendición y una alegría, no como algunos que se quedan paralizados, sin motivación y apagados.
Es la diferencia entre la vida y la no vida, entre ver por doquier a un Dios que me invita a ser mejor a unir mi fe y obras o quedarme indiferente y vacío.
Es evidente que la vida no termina hasta que se acaba. Tengo, sin duda, mucha vida que vivir. Lo que significa que asimismo tengo, por supuesto, una gran responsabilidad.
La principal pregunta con que me enfrento ahora es: ¿cómo la viviré?
¿Como una suerte de época sombría y de lenta agonía en la que la vida es una larga lista de perpetuos finales?
¿O como una etapa de la existencia por completo nueva, cuyo sentido es plantearme un reto, pero también desarrollar una madurez de personalidad y carácter que no sólo me hace aceptable, sino incluso necesario para quienes me rodean?
En efecto, ahora estoy en una encrucijada. Me encuentro en un punto de mi vida en el que debo tomar decisiones que determinarán la calidad de los años que vivo.
Cuando cuento los años sólo como una serie de pérdidas, paso por alto las ganancias que conllevan.
Decido vivir en Dios, dando lo mejor de mí mismo a los demás, ocuparme de amar, cooperar y entregarme sirviendo a los demás.
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P. Óscar
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